martes, 29 de marzo de 2016

Guetos

Leonardo Loredan fue elegido dux en 1501, y de esa ocasión procede seguramente el retrato que le hizo Giovanni Bellini, conservado en la National Gallery de Londres. Bajo el mandato de Loredan, el Senado de Venecia decretó, hace exactamente 500 años, que los judíos debían vivir juntos en una zona cerrada y vigilada de la ciudad, cerca de San Girolamo en el sestiere de Cannareggio, donde dicen que se encontraban las viejas  fundiciones (getto, en veneciano) de cobre. Nació, el 29 de marzo de 1516, el primer gueto hebraico.
Esa palabra, gueto, no tardó en entrar en el vocabulario de tantas y tantas lenguas como sinónima de segregación y discriminación ¿quién no lo sabe?, pero para mi representa como ninguna otra, entre las que he aprendido, la imagen inequívoca del fatalismo y la desolación.

Y hoy mismo, cuando comienzan los actos conmemorativos del quinto centenario de Il Ghetto con un concierto en el Teatro de La Fenice, en el que esta noche sonará la Sinfonía número 1 (Titán) en re mayor de Gustav Mahler, desearía poseer el don de permanecer insensible al ridículo de escribir sobre la que fue La Serenísima República, como lo poseía Paul Morand (Venecias), si bien nada me gustaría más que ser capaz de acabar, al modo de ese poema sinfónico, y sin mover a la risa, con el presagio del triunfo definitivo del optimismo sobre todos los guetos. 

viernes, 25 de marzo de 2016

Criminal

Me invitaron a hablar de los  montes vecinales en mano común y de los abiertos o de varas con sus porcioneros de solar conocido, de los caminos serventíos en los vilares y de las serventías propiamente dichas, del  resío y la  venela, del cómaro, la gavia y las comunidades de aguas, de las aparcerías y  los lugares acasarados, del vitalicio y el usufructo universal de viudedad, del casamiento para la casa y de la  mejora "por la vieja" (ley) o de tercio y quinto. Iba a contar historias del derecho ancestral de un mundo  legendario, pero la entrevista no fue por lo civil y sí por lo penal. Afablemente  criminal. 

martes, 22 de marzo de 2016

61.00

En este momento pasan por mi cabeza imágenes de El hombre que pudo reinar, y me veo como Pecky Carnehan asegurándole a Danny Dravot que si tuviera que olvidar sus recuerdos no se  cambiaba ni... ni por el virrey de la India. Será la lógica del corazón: cuando el contador de la vida marca 61.00, sientes que estás hecho de la misma materia que los recuerdos, y no de los sueños. 

viernes, 18 de marzo de 2016

Certezas

 El fotógrafo Alfred Stieglitz realizó desde 1910 a 1936 no menos de 350 retratos de su mujer, la pintora Georgia O’Keeffe. Retratos, en su mayoría íntimos, que solo décadas más tarde de la muerte de Stieglitz en 1946, se hicieron públicos. La primera vez que se mostraron, O’Keeffe subrayó su extrañeza por esa prolongada obsesión y  se preguntó quién podía ser la persona retratada. Le parecía que en su única vida había vivido muchas otras. Probablemente tenía una idea incierta de ella, de la vida quiero decir.

jueves, 17 de marzo de 2016

Echar una firma

Allá por Zarza la Mayor, la tierra extremeña de mi amigo José Antonio B.P., cada año atesoro con avaricia palabras antiguas y desusadas, dichas con naturalidad, como recién horneadas.  Palabras que acostumbro  a oír en las noches de luna llena y amaneceres gélidos, al abrigo de un brasero de picón, colocado con alambrera debajo de la mesa camilla. Hablo del brasero que se remueve de cuando en cuando con una badila, o como dice la madre de mi amigo, invitándonos a ello, un brasero al que de rato en rato hay que echarle una firma con la badila para atizar las brasas del picón y que no se escape el calor, ese que allí no se nos escapa porque otro tanto es el que nos dan, también con naturalidad. 

martes, 15 de marzo de 2016

Alfanhuí

Era yo bien joven cuando leí Industrias y Andanzas de Alfanhuí, la primera ¿novela? de Rafael Sánchez Ferlosio; un libro que desde entonces se quedó para siempre conmigo, como se quedaba silencioso en el aire el nombre de Alfanhuí al perderse los alcaravaranes: el maestro diseñador dijo al niño que le llamaría Alfanhuí porque tenía “ojos amarillos como los alcaravaranes”, y ese es “el nombre con que los alcaravaranes se gritan los unos a los otros”. 
Nunca vi un alcaraván, pero a menudo me encuentro rodeado de gaviotas en mi playa de toda la vida como si fuesen alcaravanes, y sueño que tengo los ojos amarillos como ellos, y que su vuelo “simple y dulce” me acompaña mientras me llaman por mi nombre: Al-fan-huí, al-fan-huí, al-fan-huí.


Libertonia

Informaciones procedentes de la vecina República de Sylvania aseguran que el vaciado en yeso de Las Tres Gracias, de Antonio Canova, ha sido adoptado como símbolo y nueva marca de Libertonia, el disparatado país de Rufus T. Firefly (Groucho Marx), Chicolini (Chico Marx) y Pinky (Harpo Marx). 

lunes, 14 de marzo de 2016

Montauk Point

El faro de Montauk Point se encuentra en el punto más oriental de Long Island (The End), y fue el primero que se construyó en el Estado de Nueva York. Cuentan que en el farallón en el que se levanta sobre el océano, los indígenas Mountaukett encendían fogatas para guiar a sus canoas; y una vez iluminado el año 1797, reconfortó a los balleneros, a los barcos de vapor y a los navíos de vela de todo tipo. Su torre octogonal y su linterna nos dieron la bienvenida por tierra firme, pero lo descubrimos tan alegres como si fuésemos marineros a la deriva que hubieran partido, casi enfrente,  desde el de Finisterre, el Atlántico de por medio. 

domingo, 13 de marzo de 2016

Mitones

Esos dedos, seguramente artríticos, no parecen los dedos de un jardinero, por citar  una palabra agropecuaria que me gusta. Los mitones, esos guantines, medio amparan las manos sin duda veteranas de un hombre cualquiera, tal vez un habitual de las calles, aunque bien miradas resulta difícil creer que se trate de un sin techo: las uñas indigentes duelen a poco que te fijes en ellas. Podríamos pensar en las manos de artistas hechos al aire libre como volatineros, pintores o músicos, antes que en las de tipos de oficios rudos como estibadores, boxeadores o armeros. No sé, la verdad. Tampoco sabemos si nuestro hombre está solo o si alguien lo acompaña fuera de la fotografía, pero juraría que el roce de sus pulgares delata el guiño de unas manos que piden ser tomadas por otras sin tener que decir nada. Algo, por lo demás, completamente prosaico y nada sentimental: tomarse de las manos disminuye la presión arterial y mi amigo el de la foto la tiene altísima. 

sábado, 12 de marzo de 2016

Los enemigos de los libros

William Blades no incluyó entre los enemigos de la conservación de los libros al que según Andrés Trapiello es el principal de todos ellos, los autores, que "si  fueran mejores de lo que lo son, y se respetaran un poco más a sí mismos no escribiendo más que libros buenos, probablemente se les tendría en mejor consideración y la gente no llevaría sus obras a los establos, sino que los tendrían entronizados en un lugar preferente de la casa". Para mi desgracia, no puedo sentirme aludido porque solo soy un lector, aunque a veces aparezca disfrazado de otra cosa. 

viernes, 11 de marzo de 2016

Al salir del cine

 




I


Al salir del cine decidí pasar por el Sevilla, el bar que frecuento desde que estoy jubilado y me trasladé a la isla para vivir con mi hija. La película que vi es una adaptación de un relato de Indian Country, el libro sobre La Frontera de Dorothy M. Jonhson, y fue el recuerdo agridulce de su lectura en un número atrasado de Cosmopolitan el que me llevó al The Odeon de Chambers (a la altura de Park Row) y después, al salir del cine, ya digo, a caminar río arriba hasta que, exhausto, llegué a Charles Street 62, mi destino. 

Aquel día me enteré de que los jueves al atardecer se reunían en el Sevilla los chicos del Shinbone Star, por lo general a la sombra de Dutton Peabody, sumo maestro de ceremonias entre los jóvenes aspirantes  a la gloria de la primera plana. Fue Hallie la que nos presentó tras apurar Peabody el último trago de la botella de tequila que solía beber antes de acudir a la redacción del periódico. 

No parecía un tipo con prisas. Me invitó a sentarme con él, y al instante comenzó a soltarme un speech acerca de la libertad de prensa, "el mayor logro de la historia de la  humanidad", excepción hecha -añadió compungido, pero firme- de “la pobre Marilyn”. Interrumpió entonces su perorata, lo que agradecí, para aclararme que el trágico final de "la Monroe" lo tenía sumido en la desolación. Me contó que tuvo la fortuna de entrevistarla gracias a un amigo común de DiMaggio -en realidad, se sinceró, “le  formulé dos breves preguntas”-,  y  en mayo la había oído interpretar en el Madison el monumental Happy Birthday Mister President: "estaba homérica, como nunca, dentro de ese vestido", musitó para sí con la mirada extraviada. 

"¿No deberías ir al Star, querido?" Las palabras de  Hallie lo sacaron de su ensoñación. Agarró el teléfono, refunfuñó y dictó el artículo, o lo que fuera,  que traía emborronado en una  de las varias cuartillas arrugadas que sacó de los bolsillos hospitalarios de la americana. Al colgar me confesó que desde la muerte de Marilyn Monroe la sección de sucesos era historia para él, y que la redacción de deportes, por los que no sentía ni pizca de atracción fuera de los mundillos del baseball y del basket, le permitía escribir en el periódico a su antojo: divagar sin límite y dar rienda suelta a la hipérbole. Le pidió otra botella de tequila a Hallie. 

Barrunté que era obligado cambiar el rumbo de la conversación para tratar de clausurar el funebrismo de mi compañero de mesa.
 -¿Diría usted que el 2 de marzo me encontraba pasmado en el Hersheypark Arena de Philadelphia?
 Se encogió de hombros con aire distraído y aromatizado por el destilado de Jalisco. Medio abochornado por su estado vaporoso, opté por continuar como si nada apostando por la didáctica:
-El 2 de marzo Wilt Chamberlain anotó ¡100 puntos! contra nuestros Knicks (era el equipo de Peabody, no el mío, pero fingí). Un partido de baloncesto que no se olvidará per secula debido a la hazaña del pivot de los Warriors ¿no está de acuerdo?  Ah! y encima se atrevió a declarar que si no hubiera andado por ahí la víspera habría alcanzado los 140 puntos.
-Muy sobrado el Chamberlain, murmuró Dutton. 



II

-¿Aún tienes crédito en este bar, Peabody?
 Ladeé la cabeza y descubrí a un hombretón que con su media sonrisa dominaba la barra del Sevilla al mismo tiempo que sostenía una flor de cactus. Era Tom Doniphon. Dutton no le respondió porque fue Hallie la que de repente intervino apuntando a la flor:
-Ramson. Fíjate en eso, ¿no es lo más bonito que has visto? 
-Sí, es muy bonita, Hallie, pero ¿has visto alguna vez una rosa de verdad? 
El diálogo me sonó familiar, extraordinariamente cercano.  Me esforzaba sin éxito en situarlo cuando el tal Ramson reaccionó a un guiño de Peabody y se unió a nosotros dos. 

Ramson Stoddart era abogado y responsable de tribunales en el Shinbone Star. Y lo que para mí entrañaba un cierto atractivo: me disponía a charlar con uno de los periodistas que cubrió en Jerusalén el juicio de Eichmann y la posterior  vista del recurso de revisión en el Tribunal Supremo de Israel. Una oportunidad irrepetible. A mi pesar, Stoddart se mostraba proclive a hablar de su incipiente carrera política -cosa que me traía sin cuidado- y escasamente inclinado a satisfacer mi curiosidad, por lo demás casi nula en el aspecto jurídico porque había podido observar por televisión, a la hora de la cena, no pocas de las 114 sesiones del juicio y, no lo negaré, tenía mi idea formada. Incluso le presté atención a la tediosa lectura de la sentencia que los magistrados hicieron a lo largo de un par de interminables días, tras haber deliberado durante cuatro meses (supongo que no con exclusividad).

Por su parte, The New Yorker anunciaba a sus lectores la próxima aparición de las reflexiones de la profesora Arendt, y yo esperaba con impaciencia su publicación para comprender probablemente mejor y aproximarme de manera diferente al fondo del asunto Eichmann. Sin los enredos del Derecho, a menudo fatigosos. Me conformaba, por lo tanto, con indagar algo relacionado con el factor humano del juicio, y así lo reconocí ante los dos sin descuidar la aparente vanidad  de Stoddart congratulándome por la seriedad de sus crónicas, que por suerte no desprendían -afirmé con evidente y afectada ironía- el característico rigor habitual de la información judicial de la prensa.

-¡Beth Hamishpath! Esta es la frase hebrea que al principio de cada sesión gritaba un ujier para advertir a las personas asistentes la inminente presencia en aquella Sala tan teatral de los tres magistrados. La oí -me devolvió el sarcasmo- por doquier, y por doquier me levantaba y tomaba asiento, como es natural. 
-¿Audiencia pública? 
-En efecto. Tengo entendido que en otros lugares sucede al contrario: los jueces son los que primero acceden a la Sala y ordenan ¡audiencia pública! en prueba de que los debates del juicio oral han de celebrarse a puerta abierta. 
-Muy bien, Ramson, aunque le ruego que vayamos a lo que  me importa, sin distracciones si fuera posible. ¿Qué me dice de la actitud que mantuvieron los magistrados? 
-Me sorprendió que se dirigieran en alemán a Eichmann y que no disimulasen su emoción al escuchar las crueldades cometidas. 
-¿Quizá le resultaron demasiado humanos? No me haga caso, discúlpeme. ¿Y el fiscal Hausner?
- No gozaba de las simpatías de los magistrados y menos, estoy seguro, de la del presidente Moshe Landau, un juez en absoluto partidario de los excesos de la representación  procesal.
-¿El hombre tranquilo? Hábleme del doctor Servatius, el  letrado de Eich...




III


¡Defiéndete, abogado! El individuo enmascarado que en un santiamén irrumpió en el Sevilla blandiendo un látigo con empuñadura de plata, conminó definitivamente a Stoddart ¡defiéndete, abogado! y de inmediato le lanzó al vuelo un inconfundible Colt Navy. Apenas el tembloroso Ramson lo atrapó mientras el pistolero lo encañonaba con la cara descubierta y el mal dibujado en su rostro, Tom Doniphon, el grandullón que había perdido el duelo de las flores a los ojos de Hallie, descerrajó su rifle Sharps -idéntico al de su antepasado el legendario Ethan Edwards-, y abatió para siempre a aquel endemoniado de gatillo presumiblemente fácil. 

Avisé a la policía, pero fue mi hija la que de pronto entró en el bar.
-Hola, papá.
-¡¡Y tú por el Sevilla!!
-Acabas de llamarme y he venido a recogerte lo más rápido que pude. 
-Telefoneé a la policía, no a ti. Ha habido un tiroteo y tenemos un muerto. 
-Vamos, papá. Aquí no ha habido un tiroteo y no hay ningún muerto.
- Ellos te lo confirmarán: ¿Hallie, Tom, Ramson, Peabody?
-Papá, estás solo. Tu no lo sabes, pero estás solo. Anda,  por favor, vámonos a casa. 
No discutí. Hace una eternidad que no discuto con nadie.


Abandonamos el Sevilla y enfilamos Charles Street hasta   la orilla del Hudson. Me preguntó si había ido al cine, asentí con la cabeza e insistió:
-¿Qué película has visto? Un western, no me digas.
-The man who shot Liberty Valance.
-Es antigua ¿no?
-¿En qué año vivimos, hija? 1962. 
No me contestó. Sin embargo, me cogió del brazo, y al sujetarme con sus manos noté una pena arraigada. Memorioso a ratos, recurrí al ingenioso hidalgo con el propósito de aliviarla: 
-No te preocupes por mí. No caeré de nuevo en el error de creer que hubo y hay caballeros errantes en el Sevilla.
-¿Juegas conmigo a citar a tu modo a Cervantes? No tienes remedio, papá. ¿Me pedirás ahora que te felicite porque fuiste loco y ya eres cuerdo, porque ya no eres don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien sus costumbres dieron fama de bueno?

Nos reímos con ganas y todavía seguiamos río abajo de ganchete, como las parejas de un tiempo remoto, cuando por fin fin traspasamos la puerta de su apartamento. Al desearme que descansara, repitió que si volviese a ir al cine le enviara un mensaje al móvil para vernos después, “en Gramercy Tavern, por ejemplo, y varías un poco”.  
Me quedé en mi cuarto. Miré a mi alrededor y me di cuenta de que también allí estaba solo. Antes de acostarme me acerqué como cada noche al gran ventanal y contemplé el mar como si contemplara mi vida, a lo lejos y al oeste.  














jueves, 10 de marzo de 2016

Lord´s Cricket Ground

Hace unos años estuvimos en el campo del Marylebone Cricket Club. No sabíamos una palabra de críquet ni tampoco nada de críquet, pero teníamos una imagen colonial del juego de bate y pelota que nos atraía fatalmente, y fue esa imagen la que sin remedio nos condujo a un hermosísimo estadio, Lord's Cricket Ground,  situado al norte de Londres junto a Regent's Park, y muy cerca de los estudios de Abbey Road y el 221B de Baker Street... Nos apuntamos a una visita guiada entre gentes variopintas de la Commonwealth, y desde luego nadie nos preguntó -aunque todos nuestros compañeros de tour sin duda lo pensaban- qué se nos había perdido a nosotros dos -a Ángela y a mí- en la catedral de uno de los deportes más extravagantes de la tierra.  Aún hoy seguimos sin entender el críquet (ni siquiera hemos visto un partido), y no nos explicamos cómo pudimos soportar sin pestañear durante horas una historia tan extraña como la que entonces nos contó aquel hombre, aquel devoto cricketlover al que atendimos como si fuese el muy imperial  Rudyard Kipling.


Uno de estos días regresé con el recuerdo a Lord's. Mi amigo Manuel S.R. encontró para mí bates de sauce blanco y pelotas de críquet con la piel apenas gastada, pero también de un tiempo remoto, y hasta allá me fui, quiero decir a un tiempo remoto, al Old Ground de principios del XIX cuando todo esto empezó. Habría sido un buen momento para aprender a jugar. 

miércoles, 9 de marzo de 2016

Máscaras

La ilustración de Michael Kolomatsky para The New York Times pone fin a una vieja disputa en EEUU, y así ha tenido que reconocerlo muy a su pesar Donald Trump: no todas las máscaras son necesariamente venecianas.

Alcancía

Imagino este blog que hoy comienzo a publicar como si fuese una hucha, porque así podré meter en él   cosas   insignificantes y  pequeñas, calderilla  no más ¿qué si no?, y  eso  sólo por  juntar lo  que  separadamente no vale casi nada. Acaso también por imitar a Sanchica, la hija de Sancho Panza, que cada día echaba en una alcancía, para ayuda de su ajuar, los maravedís que ganaba haciendo encajes   y puntillas.