21 de mayo, sábado
Rosas, rosas blancas y rosas rosas. Quién las tuviera. Las lilas resisten fatigadas, la lavanda se marchita, y hemos perdido las campanillas. El funeral floral no se consuma gracias a la renacida rosa de Siria, y a la evolución natural de las hortensias, educadas para afrontar con sus corimbos en tecnicolor los golpes que les atizan los húmedos vendavales del nordeste. El fin de semana irrumpe con afanes horticultores, y me arrebata los paseos entre carballos, ameneiros, bidueiros y castiñeiros, siempre al contraluz.
22 de mayo, domingo
El buzón guardaba una sorpresa amable: la carta de nuestro amigo el arqueólogo bretón Roquè Desnâ. La remite desde su casa de Locmariaquer, en el golfo de Morbihan, y encierra su tentación habitual, esta vez la travesía desde Lorient a Plymouth para extraviarnos por la bahía de Carbis y Talland House, en Cornualles, el hogar veraniego de la familia Stephen de la que surgió su amadísima Virginia, la señora Woolf al casarse. Roquè, un hombre bondadoso y delicado, únicamente pide compañía para revisitar Bretaña, explorar el Land's End córnico, el Finisterre inglés, y entregarnos su hospitalidad.
23 de mayo, lunes
Acaba el cuatrimestre en la Facultad, y me despido de los alumnos, chicas en su mayoría, cada vez más jóvenes y alejados en el tiempo. Elemental candidez la mía. Ellos siempre tienen 20 años, pero yo cada curso cumplo uno, y allá van no sé cuántos, cursos y años. Intento entretenerlos con Sthendal y su afición por el estilo preciso e impersonal del Código Civil francés; y me esfuerzo en explicarles que las leyes demandan una lectura demorada y saltuaria, por completo enemiga de la ligera y continuada, de principio a fin, propia de las ediciones electrónicas en forma de rollo desplegable. Me miran como se mira a los antiguos y sonríen con benevolencia.
24 de mayo, martes
Vemos en la televisión los últimos capítulos de una serie de la BBC basada en Guerra y paz. Natasha Rostova, Pierre Bezújov y Elena Vasílevna Kuráguina, por ejemplo, no tienen las caras de mi imaginación libresca, herida de muerte como el príncipe Andréi Bolkonski en el campo de batalla de Borodinó. Acudo, en busca de socorro, al novelón inolvidable de Tolstói, lo hojeo agitado, y me digo que si el ejército del zar Alejandro I no destruyó al de Napoleón, menos podrá una pantalla de cristal derrotar a mis fantasías de papel.
(la acuarela de Eduard Petrovic Gau es del interior del Palacio de Invierno de San Petersburgo)
25 de mayo, miércoles
En el país de la lluvia, donde el sol aparenta la posibilidad de una prodigiosa y cortísima ilusión; y el invierno es largo y estrecho, como ciertos menús de postín, no solo el séptimo día ponemos el cerebro a remojar. El alma, sin embargo, carece del don de adivinar que se ha puesto a llover y permanece seca, al menos por fuera.
26 de mayo, jueves
Atardece con el cielo camuflado de lámina de zinc, y salimos a caminar por la playa, junto al mar, con la marea baja. Hay resaca y un niño vuela su cometa. La resaca me traslada a los días infantiles de baños imposibles, de juegos por las rocas y las pozas, entre erizos, medusas, pulpos y robalizas, y me devuelve el eco apagado de voces familiares que nos advierten del peligro fabuloso de las olas. El niño y su cometa hacen que me pregunte claramente, como en aquel poema tan melancólico de Andrés Trapiello, El volador de cometas, si para él no estarán pasando los años más felices de su vida///sin que lo sepa aún.
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